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    ¿Nuevos campos de concentración?

    Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate y Juan Hernández Zubizarreta Investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL)

    “Vulneraciones de los derechos humanos de los migrantes en Canarias”; “Denunciadas 480 muertes de migrantes en una semana, tratando de alcanzar Canarias”; “El plan del gobierno convierte a Canarias en otro tapón migratorio similar a Lesbos”; “Carrera contrarreloj para construir los macro-campamentos de inmigrantes en Canarias”; “La Dignidad de Canarias, la vergüenza de Europa”.

    Estos son únicamente algunos de los titulares que hemos podido leer en la prensa en los últimos días. Muchos más podrían recopilarse sobre el conjunto de vulneraciones de derechos humanos que se están cometiendo en la actualidad en Canarias, una de las fronteras de la fortaleza Europa.

    Lamentablemente, Canarias no es un hecho aislado, sino más bien un hito más de un fenómeno sistemático y extendido a escala planetaria. Así, tras un somero análisis de los medios, también nos encontramos con noticias que abundan en esta idea:

    “Encerrados y excluidas: detenciones informales e ilegales en España, Grecia, Italia y Alemania”; “Bangladesh aísla a los rohinyás”; China ha construido 380 campos de concentración en la región de Xinjiang desde 2017”; “Los refugiados olvidados del campo de concentración de Moria”; “Ceuta y Melilla, centros de selección a cielo abierto a las puertas de África”; “CIES:¿cárceles encubiertas o campos de concentración?”; “¿Por qué están llamando campos de concentración a los lugares de detención de inmigrantes en Estados Unidos”; “Las trabajadoras del hogar filipinas, la esclavitud del siglo XXI: no te tratan como una persona, sino como un robot”.

    Esta práctica sistemática nos eriza la piel, máxime si se cruza con la lectura del libro Los campos de concentración de Franco, de Carlos Hernández de Miguel. En este se analiza el confinamiento de los ejércitos vencidos y la utilización esclava de los prisioneros como prácticas habituales en las guerras, obviamente también en la generada por el golpe de estado de 1936. De este modo, al autor concluye que la reclusión masiva que el III Reich llevó al paroxismo es una dinámica de muerte, dominación y destrucción que, en ningún caso, se puede considerar como algo excepcional o puntual. Afirma de este modo que “la sociedad que se construyó tras la guerra estaba pensada para garantizar el bienestar de los vencedores por medio de la marginación de los derrotados”.

    ¿Qué diferencia hay con nuestra realidad actual, si atendemos a los titulares antes citados? ¿Será que seguimos en guerra, en otro tipo de guerra? ¿Quiénes son los vencedores y los vencidos? ¿Nos acercamos a nuevos campos de concentración? ¿Qué delito han cometido las personas migrantes? ¿Cómo se explica este terrible silencio ensordecedor?

    La política migratoria global actual se asemeja a un apartheid inmenso, donde los muros y las fronteras forman parte de una profunda lógica colonial, heteropatriarcal y de clase. El fantasma del enemigo externo se vincula así con un régimen de seguridad global donde la industria militar fortalece las fronteras, mientras se protege la movilidad de las mercancías, del dinero y de las personas. Siempre y cuando, por supuesto, su color de la piel, género o grado de miseria no les convierta en molestos, en prescindibles, en indeseables –que, por otro lado, cada vez son más, en un sistema capitalista que no deja de ensanchar las desigualdades–. Para cerrar el círculo, se difunden relatos crecientemente excluyentes, reaccionarios, insolidarios, que utilizan el miedo como punta de lanza sobre la que sostener esta esta política generalizada de apartheid.

    Dentro de esta, los muros son una de las expresiones más crueles. Quienes huyen de conflictos armados, devastaciones ecológicas, miseria y heteropatriarcado encuentran, en vez de hospitalidad, solidaridad y derechos, muros que ocupan, excluyen, encarcelan, militarizan, colonizan, expulsan, asesinan, torturan, donde también se hace negocio. Muros como espacios sin derechos, muros como imaginarios de guerra contra los otros y las otras.

    Las travesías del horror de miles de personas antes de enfrentar dichos muros son un claro ejemplo de estas políticas atravesadas por la necropolítica, que permiten y favorecen la muerte por falta de atención a quienes tienen hambre, o por nula voluntad de socorro a quienes se ahogan en el mar.

    No obstante, la lógica del modelo de dominación afecta al conjunto de derechos de las personas y los pueblos, no solo a las personas migrantes. Si algo caracteriza a nuestros tiempos es que las líneas abisales de las que nos habla Boaventura dos Santos, que separaban el derecho del no derecho, la ciudadanía de la no ciudadanía, han traspasado la lógica del enemigo externo para retrotraerse también a las mayorías populares de las antiguas fortalezas: explotación, expulsión, zonas de control y destrucción son variables que nos afectan a todas y todos.

    Expulsiones

    Precisamente la expulsión fuera del marco de valor del sistema se convierte en un fenómeno en crecimiento. Sakia Sassen considera que “en nuestra economía global enfrentamos un problema formidable: el surgimiento de nuevas lógicas de expulsión. Las dos últimas décadas han presenciado un fuerte crecimiento de número de personas, empresas y lugares expulsados de los órdenes sociales y económicos centrales de nuestro tiempo”.

    Esta idea nos lleva más allá de las desigualdades y nos vincula con una forma de aludir a las patologías del capitalismo. Estas tienen indudablemente un vínculo con la opresión racial, tal y como afirma Achille Mbembe: “La vigilancia y el control se basan cada vez más en una división de cuerpos, entre los que pueden moverse con libertad y aquellos a los que se les marca como un peligro”. Por último, es innegable que las vidas de las mujeres, lejos del estrecho marco de vidas que merecen ser sostenidas según el capitalismo, también están en el filo de la expulsión –sobre todo si son pobres y racializadas–, siendo la violencia patriarcal una herramienta sistemática de expulsión.

    De este modo, bajo esta diversidad de dominaciones, las personas se están convirtiendo en una mercancía más. Susceptibles, por tanto, de ser desechadas. La mercantilización de la vida, de este modo, se sitúa en el vértice de la jerarquía de las normas jurídicas. La precariedad se generaliza en esta ofensiva comandada por la idea de “los mercados y las grandes empresas, primero”.

    Esta evidencia provoca modificaciones sustanciales en la propia categoría jurídica de los derechos humanos, que sufre una triple reconfiguración. En primer lugar, se desregulan en función de la explotación generalizada de las personas y de los procesos de privatización. En segundo término, se expropian en base a la acumulación por desposesión en un contexto colonial y a una política global de expulsiones. No podemos olvidar que la disputa por la escasez de bienes naturales, materiales y energía es uno de los conflictos más graves en la crisis actual de acumulación y de crecimiento económico. Tercero y último, los derechos humanos se destruyen en función de la hegemonía de la necropolítica.

    Se generaliza así una población superflua, exenta de derechos y ciudadanía, que las elites ya incluso ni tienen necesidad de explotar, puesto que no producen, no consumen, son meros deshechos humanos, como afirma Bauman. Son vidas que no cumplen el mandato productivo capitalista y, por tanto, se les deja morir. También parte importante de las personas mayores, en el actual contexto de pandemia, han pasado a esta categoría de desechos expulsables. De esta manera, el vicegobernador de Texas declaró que se debían sacrificar sus vidas para salvar la economía. Al mismo tiempo, Amnistía Internacional ha denunciado que en Madrid y Catalunya se dejaron morir ancianos y ancianas.

    Encarcelamientos

    De manera complementaria, otra forma de disponer de estos excedentes de población consiste en aislarlos y encerrarlos en zonas de control. Es la práctica que Mbembe denomina “zonificación”. Un dato significativo: la población de las cárceles no ha cesado de crecer a lo largo de los 25 últimos años en EEUU, China, Francia, etc., siendo las regiones fortaleza expertos en la combinación de técnicas de encarcelamiento y el desarrollo de la industria represiva.

    En este sentido, hay toda una economía del encierro a escala mundial que se nutre de la securización, ese orden que exige el confinamiento estructural de una parte significativa de la población. Además, el encarcelamiento y cerco del pueblo palestino, saharaui, kurdo, etc., es la otra cara de este modelo, donde el secuestro y el aislamiento de pueblos enteros sometidos a prácticas autoritarias, a lógicas imperiales y a guerras geoestratégicas, eliminan el derecho a una vida digna de millones de personas.

    El encarcelamiento, esto es, el confinamiento estructural es entonces, junto a las expulsiones, otra característica del modelo vigente a escala global.

    Precariedad y no derecho generalizados

    En cualquier caso, que el sistema capitalista no necesite ya a tanta gente por sus propias dinámicas de sustitución del trabajo humano y concentración del consumo, no significa ni mucho menos que no necesite ni personas trabajadoras ni consumidoras. Al contrario, siguen siendo la base del business as usual, pero en un formato desregulado. Es ahí donde juegan su rol las personas migrantes, siendo las fronteras los mecanismos que seleccionan y filtran quién sí y quién no, quién atesora derechos y quién es un desecho.

    Al mismo tiempo, el sistema va a mantener a quien le sirva, especialmente a las migrantes, en espacios de no derechos, donde las legislaciones migratorias, las prácticas administrativas, las circulares policiales, la burocracia de los procesos de refugio y acogida, la impunidad en la concesión de permisos de residencia y trabajo, el trato de excepcionalidad a las empleadas de hogar y las tareas de cuidado, la discriminación laboral, las redadas racistas, las detenciones en centros administrativos de internamiento, etc., actúan como vasos comunicantes y hacen que los derechos de las personas migrantes y refugiadas transiten entre la ilegalidad y los limbos jurídicos. La inseguridad jurídica se convierte así en el vértice normativo del supuesto Estado de Derecho.

    En definitiva, expulsiones, zonificaciones, necropolítica y limbos jurídicos responden a una lógica global que se va configurando como un nuevo espacio neofascista, que destaca por su institucionalidad, su construcción escalonada y cada vez más articulada, dentro de una estrategia sistemática que recuerda demasiado a los viejos campos de concentración.

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