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    “Ellos” nunca serán “nosotros”

    “Está muy bien que nos informemos de lo que pasa en el mundo y leamos todas las noticias; pero esto no sirve de nada si no lo hacemos para tomar partido en algo e implicarnos en algo, para dar una respuesta "

    Adriana Guzmán*Representante Aymara del movimiento feminista antipatriarcal*

     

    TANIA ADAM

    2020/05/13 EL SALTO

    Hace unos días, el fotógrafo Samuel Aranda fue vilipendiado en diferentes medios por ilustrar el artículo “En España, un llamado a 'liberar a nuestros hijos del encierro' de coronavirus”, en el New York Times, con una fotografía de una familia española originaria de Bangladesh. Da igual que la familia llevara diecisiete años por estas tierras y que sus hijos, nacidos aquí, fueran españoles. La opinión pública, basándose en las diferencias superficiales y visibles, consideró que “ellos” no son “nosotros” y que su representación como ciudadanos autóctonos daña gravemente al imaginario de España, que a su entender ya estaba deteriorado. 

    Probablemente la representación racial moleste tanto como la de clase. Pues lo que están diciendo es que “nosotros no somos así”. Pero a esta familia, como a muchas otras personas (entre las que me incluyo), se les niega la pertenencia en un gesto de diferenciación física. La raza, etnia y nación, lo que Stuart Hall llama el “triángulo funesto”, funcionan como elemento de exclusión. Este suceso también dice mucho de los tiempos que corren, donde la concepción de pueblo se entiende desde la estrechez, mientras que la pugna contra la alteridad se hace notar por diferentes vías, a saber, el rechazo en la representación iconográfica de la nación, las muestras de racismo o todas las narrativas anti-inmigrantes impulsadas por los fundamentalistas. 

    Durante el confinamiento, pensé que podíamos reimaginar otro mundo impulsado desde las bases para reinventar lo colectivo. Sin embargo, hoy, cuando todo parece menos aterrador, soy más escéptica. Si bien espero que el optimismo de la voluntad supere este pesimismo del intelecto, tengo la sensación de que pecamos de un exceso de retórica en el empeño por retomar las utopías para hacerlas reales. Pero a esta reciente “nueva normalidad” que nos espera no le sentarán nada bien las mezclas y las migraciones. Los episodios en torno a la identidad nacional serán recurrentes y, a mi entender, este rechazo a la diferencia dificultará cualquier tarea de construcción colectiva.

    El mundo se transforma a marchas forzadas. Aunque en esta era en la que Occidente ha puesto la comunidad electiva por encima de cualquier otra, arrasando con toda comunidad tradicional, “lo común” no ha dejado de ser una especie de quimera, ya que las sociedades atravesadas por el virus identitario se han ido polarizando, y tras el covid-19, las viejas y desgastadas costuras que contenían la fragmentación, se rasgarán un poco más. Entonces, ¿cómo crear comunidades que dejen de lado los particularismos y que construyan el bien común?  

    Todo apunta a que la pandemia levantará más fronteras entre grupos, pues el “nosotros” que excluye a la familia española de origen bangladesí es el mal endémico de esta sociedad, un apartheid en toda regla. Cuando el “nosotros” se crea con parámetros identitarios, ya sean religiosos, raciales, de clase o políticos no hay posibilidad de articulación de situaciones comunes, porque los “nosotros” son enemigos, tienen autorreferentes focalizados en su ideología o en su razón de ser. 

    Por otro lado, quizás a nadie se le haya ocurrido pensar que a la familia tampoco le interese lo más mínimo convertirse en “nosotros”, lo que no significa que no tenga derecho a la pertenencia. En cualquier caso, me cuesta ver, a día de hoy, que podamos pasar de las fronteras del individuo a “lo común” sin pagar los peajes identitarios; las fronteras de naciones dentro de las naciones. Tal vez hasta que no aprendamos a vivir en la complejidad y asumamos la vulnerabilidad a la diferencia habrá que centrarse en comunidades efímeras, fast food ante la imposibilidad de otros estamentos, de otras afiliaciones más transversales que nos dignifiquen en medio del capitalismo más arrasador. 

    Este episodio de la fotografía de Samuel Aranda apunta de dónde veníamos y la dirección hacia dónde vamos: la hostilidad y estrechez de miras hacia lo racial y la “alteridad”. Desgraciadamente estas no son las únicas batallas. La del poder nacional es aún más cruenta. Pero sea cual sea la pugna, los pensamientos grupales —políticos, religiosos, raciales…—, no hacen más que reforzar las nociones jerárquicas; unos quieren ejercer el poder sobre otros, e imponer su voluntad. Existe una incapacidad de velar por el bien común. Con esta atmósfera no hay posibilidad de solidaridad, ni de diálogo. Supongo que todos estamos siendo testigos de la política de la continuación de la guerra, pero por otros medios. 

    Por último, me pregunto cómo es posible velar por “lo común” en la era de distanciamiento social. Con la brecha digital como telón de fondo, la vida colectiva se convierte en una ficción, pues si ha de atender a una realidad compartida tendría que dar voz a grupos y personas menospreciadas por el sistema. Quien incita el debate y las políticas públicas vuelve a mantener al margen muchas sensibilidades. Por todo, desconfío del giro hacia “lo común” y de que el rearme del contrato social sea más humanista y menos utilitario. La realidad juega en contra y saldremos perdiendo si nos abrazamos a la imposibilidad de rehacer “otro” común, en el que proyectemos otro tipo de relaciones.

    Mientras, y en medio de todo este caos, la única comunidad que parece vislumbrarse es la vinculada a la economía de subsistencia, la comunidad estamental, de la sangre y de la raza. Volveremos atrás, claro, y el plato de la desigualdad se servirá de nuevo, y la familia, y no tanto el Estado, se presenta como nuestra la gran salvadora.

    Por eso entiendo que es necesario, como uno de los grandes retos, pensar otra vez la idea de familia, eliminar de ella cualquier resquicio relacionado con eso que Gabriela Wiener ha llamado “el mandato bíblico y biológico, clasista, despolitizado, nada diverso. A esa [familia] cuyo fin es la acumulación y la propiedad privada, y que ha sido tan útil al control social”. Tal y como dice la escritora, tendremos que ir hacia “nuevas unidades familiares elegidas en las que colectivizar cuidados y recursos, apoyarse mutuamente para autogestionar la supervivencia del enjambre”.

     

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