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    Redes de apoyo: entre la solidaridad y la lucha por los derechos

    Pablo Sainz “Pampa”. Viento Sur.

    La foto de Aylan Kurdi, el niño de 3 años ahogado el 2 septiembre del 2015, retrató el drama de los refugiados a nivel global. Su cuerpo sin vida, con camiseta roja y pantalones cortos color azul, boca abajo en la arena, y sus brazos inertes a ambos lados de su cuerpo frágil, significaron una auténtica conmoción social. Una imagen volvía a valer más que mil palabras. Y esta del pequeño de origen sirio que encontraba la muerte en aquella playa de Bodrum (Turquía) pareció ser el disparador definitivo para que diferentes sectores de la sociedad pasaran del espanto a la acción, a reclamar de una vez por todas una respuesta humanitaria que parara la constante sangría de vidas. Aylan era la imagen de cualquier niño europeo durmiendo un sueño que nos sacó del letargo como una pesadilla, que nos sacudió, que nos arrancó del sofá. Hasta ese momento solo la imagen de 300 ataúdes en un hangar del aeropuerto de Lampedusa, varios de ellos de color blanco para albergar los cuerpos de los niños ahogados, había hecho tanta mella en la opinión pública. Tal fue el impacto en aquel octubre de 2013 que el primer ministro italiano, Enrico Letta, el presidente de la Comisión Europea José Manuel Durao Barroso y la comisaria europea de Interior, Cecilia Malmstrom, se vieron obligados a viajar a la pequeña isla italiana. “Tenemos que dar esperanza a quienes huyen de la guerra”, “tenemos que reaccionar de manera adecuada” o “Europa no puede mirar hacia otro lado”, fueron algunas de las frases de compromiso vertidas por los funcionarios europeos abucheados por vecinas y vecinos que les recibían al grito de “asesinos”.

    La aparente conmoción primaria de la clase política se confrontaba con la que desde hacía años vivían las personas residentes de la isla con la recuperación constante de cadáveres escupidos por las aguas del Mediterráneo. La humanidad de un pueblo contra la falsedad de una clase política que a los ojos del mundo era parte del problema.

    La defensa de los derechos de las personas refugiadas siempre encontró una limitación en la lucha de los movimientos sociales que han ido surgiendo en torno a las personas migrantes. Relegada a un segundo plano, la especial situación de las personas desplazadas aparecía como un tema menor y, por ende, invisibilizado. En el Estado español fueron cobrando fuerza en alternancia las luchas y conquistas por los “papeles para todos y todas”, por el cierre de los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), la despenalización de la venta callejera, el fin de las redadas racistas o de las expulsiones. Tras cada una de ellas podía aparecer el tema del asilo, pero siempre en forma residual, apenas una nota de color agregada a los miles de manifiestos y proclamas ciudadanas. Solo en ocasiones se hacía mención al asilo, sin más profundidad que la simple mención. En el caso de nuestro país era un derecho tradicionalmente defendido por la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), organización pionera que ya participó junto al Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en los programas de acogida de las personas que huían de la guerra en la ex Yugoslavia, a principios de los’90. La multiplicidad de voces se encolumnaba tras otras luchas igualmente periféricas, con poco apoyo social, que solo parecían encontrar eco mediático y, por ende, ciudadano en momentos muy puntuales, como fueron los encierros del año 2000 exigiendo una regularización de las personas en situación irregular, la lucha por la despenalización del top manta en 2010, la demanda por el cierre de los CIE de la última década o por una sanidad universal para todas las personas en los últimos años.En ese marco, aunque las leyes de extranjería encontraron alguna respuesta en la calle —siempre escasa, todo hay que decirlo—, la sanción de la última Ley de Asilo (2009) que coartó la posibilidad de pedir protección internacional en las embajadas españolas pasó desapercibida para el común de la sociedad. También la imposición de un visado de tránsito aeroportuario a los ciudadanos sirios que llegaran a España rumbo a otros destinos (para impedir que pidieran asilo en nuestros aeropuertos), y la prohibición de paso a la península a quienes solicitaran asilo en Ceuta y Melilla, fueron medidas que pese a su enorme gravedad apenas encontraron resistencia en las organizaciones ya citadas, encargadas de denunciar la barbarie que se venía gestando.

    Redes que dan libertad

    La creciente conciencia colectiva de los efectos devastadores de la globalización y las noticias, casi a diario, de la dramática situación de más de 60 millones de personas desplazadas en el mundo, parecen haber generado la situación idónea para el despertar de la sociedad civil, ahora sí, volcada a trabajar íntegramente por la causa.

    Movimientos que se debaten entre la urgencia y lo importante, entre la asistencia a la que obligan desesperadas situaciones de la vida cotidiana y el reclamo del derecho universal a encontrar protección internacional que compete a estas personas. Dos vertientes claramente diferenciales y que, sin embargo, muchas veces confunden e instalan dudas sobre si lo que se está haciendo es más político que asistencial o a la inversa. Viejos dilemas que se presentan una y otra vez, como siempre, en los nuevos grupos movilizados creando tensiones que solo el transcurrir de la acción y el debate continuado, autocrítico y reflexivo, va disipando.Movimientos que en algunos casos se podrían enmarcar en el modelo que en 1994 Francisco Fernández Buey y Jorge Riechmann describieron como “redes que dan libertad”, en tanto luchan por devolver conciencia autocrítica y capacidad de autocontrol a nuestras sociedades.La realidad es lo suficientemente compleja como para plantear encerronas ideológicas y prácticas. Pero también para que los nuevos espacios desplieguen todas las potencialidades inherentes a su propia razón de ser: una multiplicidad de personas que proceden de diferentes experiencias vitales y se encuentran movilizadas por una realidad que les desborda pero a la que aspiran desbordar (valga la redundancia) desde su lucha, sobreponiéndose a la ignominia cuando no a la apatía notoria de las administraciones en todos sus niveles.

    A nadie escapa que el primer debate instalado es la categorización política intencionada entre personas refugiadas y personas migrantes. Es cierto que desde lo estrictamente legal las primeras tienen un estatus reconocido, pero no es menos cierto que estos movimientos no se pueden permitir la licencia de luchar por un derecho que consideran universal si, antes que nada, no entienden que la defensa debe ser de todas las personas, sin importancia de sus países de procedencia o motivación de su viaje.

    En rigor de verdad, es obligación de estos movimientos exigir que a esas personas a quienes el discurso de los líderes europeos denomina “migrantes económicos” para justificar su expulsión, se les reconozca de igual forma el derecho a encontrar protección en nuestros países: que prime el derecho humano a encontrar un lugar donde vivir en condiciones dignas.

    Resuelto el primer escollo y pese a lo titánico que resulta defender derechos universales en un contexto de exclusión social generalizado, se presenta un campo amplio de trabajo ante los que resalta la primera gran virtud de la respuesta social: la carencia de amarras legales, de caminos burocráticos que muchas veces son escollos para la actuación de las ONG. La sociedad civil movilizada puede llegar allí donde otros no llegan.

    Valga el ejemplo de la Red Solidaria de Acogida surgida en Madrid a mediados del mes de septiembre de 2015, precisamente tras la muerte de Aylan. Un grupo de vecinas y vecinos se autoconvocaron por las redes sociales con la vaga idea de “hacer algo”. En pocos días junto a otros colectivos organizaron una nutrida manifestación y semanas más tarde se autoorganizaban para en apenas 48 horas dar alojamiento en sus propias casas a más de 300 solicitantes de asilo que, llegadas desde Melilla, se veían obligadas a dormir en la calles de la capital española.Una situación indigna y silenciada a la que solo la intervención de estas vecinas autoorganizadas pudo arrojar luz. La respuesta oficial se limitó a explicar que esas personas “habían decidido salir voluntariamente del sistema de asilo”. Consideración no válida para las nuevas redes, pero tampoco para una ciudad que una vez conocida esta realidad se volcó en solidaridad.Solidaridad y conciencia política, dos ejes de trabajo que en pocos días obligaron al Ayuntamiento de Madrid a tener que justificar las banderas enarboladas de “Refugees Welcome” asumiendo algunas medidas —a día de hoy muy insuficientes—, ante la apatía general del resto de las administraciones.

    La presión de un grupo de vecinas y vecinos movilizados sacaba los colores a la mentira oficial de que a España solo habían llegado 18 solicitantes de asilo. Esa cuenta, la de los reubicados, quedaba sepultada —al menos en esos días— por las cifras que la nueva Red daba a conocer y que a día de hoy demuestran el paso por Madrid de más de 3.000 solicitantes de protección internacional, asistidos en primera instancia por un torrente de solidaridad que ha sido vital para paliar las deficiencias del sistema.

    Una simple mirada a este trabajo en red permite descubrir las potencialidades enormes de la acción civil. Más de 25 personas voluntarias para hacer trabajos de traducción, más de 50 para realizar una primera atención apenas llegadas las familias a Madrid, con turnos de más de 20 horas diarias. Grupos de acompañamiento a trámites burocráticos ante la Oficina de Atención al Refugiado (OAR), embajadas, universidades (para facilitar la continuidad de estudios en nuestro país), hospitales, centros de salud u oficinas de vivienda.

    Profesionales para el asesoramiento legal y clases de castellano. Redes que todo lo mueven, sin perder de vista que su misión política principal no es sustituir al Estado y las administraciones en sus obligaciones, sino exigir un cambio en las políticas y un paso adelante en el compromiso con estas personas.En el mismo camino han surgido otros grupos organizados como Refugiados Bienvenidos y Bienvenidos Refugiados. Los primeros centralizados en la búsqueda de viviendas solidarias, contando con profesionales del trabajo social y la psicología entre sus equipos. Los segundos, montando una plataforma digital que busca concienciar, hacer presión política y canalizar ayuda solidaria. Sin olvidar las operaciones de rescate y salvamento protagonizados en Lesbos (Grecia) por los equipos de socorristas de Proactiva Open Arms o Proem Aid, ni tampoco la infinidad de iniciativas que en diferentes ciudades del Estado español y Europa están trabajando en el apoyo a las personas refugiadas que llegan a sus ciudades, o bien para enviar medicamentos e insumos necesarios para atender la dramática situación que se vive en Grecia.

    Mención especial merece la acción autoorganizada que está teniendo lugar en Grecia, vital ante el abandono de personas fríamente planificado por la Unión Europea. Colectivos diversos —muchos de ellos anarquistas— resistiendo la infamia y la vergüenza, intentando frenar las deportaciones a territorio turco, asistiendo con medicinas, alimentos y todo lo que la ocasión exige. Pero sobre todo colectivos que se erigen en miradas molestas, auténticos transmisores de información alternativa a la versión oficial, que han hecho de las redes sociales el canal informativo más importante para dejar al descubierto la barbarie europea.

    El derecho negado, un reto a conquistar

    El recorrido hasta aquí no está siendo fácil. La obligación del movimiento es ser crítico con la institución. Ya no solo con las deleznables políticas impulsadas por la Unión Europea, sino también con las administraciones autonómicas y ayuntamientos que a ojos de quienes andan con los pies en el barro exigen más compromiso y menos discursos. Esa misión política fundacional puede generar también cortocircuitos con las ONG que mediante convenios tienen la función de desarrollar parte del trabajo institucional. Situaciones que alejan del ideal de complementariedad que podría existir entre las organizaciones más institucionalizadas y las movimentistas, una tirantez muchas veces irresoluta atendiendo a las obligaciones de unas de responder en parte a una planificación de políticas claramente ineficientes (y muchas veces perversas), las mismas políticas a las que el movimiento tiene la obligación de cuestionar y denunciar desde discursos claros y contundentes. El gran reto de la sociedad organizada —desde cualquier posición que se precie— es torcer el pulso a la decisión de los gobiernos europeos de cerrar fronteras y pisotear derechos, a sabiendas de que en tanto ello suceda la realidad seguirá imponiendo tareas de asistencia y solidaridad, muchas veces obligando a caminar entre las dudas de ser más asistencialistas que solidarios, de sentir que por momentos se apartan de los lineamientos políticos más convincentes. Lo importante, en definitiva, es no perder de vista que los derechos humanos nunca han sido un hecho natural, un regalo inherente a nuestra condición de ser, sino que por el contrario han sido fruto de conquistas históricas. Es decir, no olvidar que la lucha de las sociedades es la única respuesta posible ante la aplanadora neoliberal que se está llevando por delante tantas vidas inocentes.

     

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